“Algo le está pasando a mi generación. Algo se rompió. Este tiempo nos dejó sin aire, sin descanso, sin futuro”. La frase, dicha por Ofelia Fernández en un informe documental, se hizo viral porque sintetiza algo que late en miles de jóvenes: un malestar profundo, cotidiano, estructural. No es un estado de ánimo pasajero; es el reflejo de un desajuste entre trabajo, cuidados, cuerpos y la posibilidad misma de sostener la vida
Este fue el punto de partida de la presentación realizada en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, en el encuentro Desafíos y oportunidades para la infraestructura del cuidado, donde desde Fundación SES compartimos una mirada urgente sobre las trayectorias juveniles. Allí dialogamos con los datos de la encuesta “Juventud, divino tesoro”, elaborada por Zuban Córdoba y el Observatorio de Opinión Pública y Problemáticas Sociales de la UNVM.
El diagnóstico es claro: la precarización se volvió el clima de época. El trabajo juvenil aparece fragmentado, desprotegido y muchas veces organizado “a pedido”, en un régimen donde la incertidumbre ya no es la excepción, sino la norma. Casi la mitad de quienes trabajan lo hacen sin aportes ni estabilidad laboral: 44,7% en la población ocupada, con una desprotección que en el segmento joven supera la mitad del total, y una caída del orden del 43% del empleo público joven entre 2023 y 2025.
A esto se suma el universo de las plataformas, donde el tiempo se vuelve fragmentado y la disponibilidad permanente. Vivir pendiente de una app para sumar horas y reseñas no es futuro: es desgaste.
Este escenario tiene consecuencias directas en la salud mental. La mezcla de ingresos inestables, sobrecarga de tareas y falta de descanso produce estrés crónico, ansiedad y agotamiento afectivo. No es solo la precariedad del salario: es la pérdida de soberanía sobre el propio tiempo, la sensación de que el futuro está bloqueado.
Las desigualdades de género agravan aún más la situación. En Argentina, las mujeres dedican en promedio 6,4 horas diarias al cuidado y a las tareas domésticas, frente a 3,4 en el caso de los varones. Entre madres jóvenes, esa carga puede trepar a 8 horas por día. Esto se traduce en trayectorias educativas y laborales más cortas, más intermitentes y peor remuneradas, mayor probabilidad de empleo informal y menos tiempo disponible para formación, descanso y vida comunitaria.
Y en las juventudes travestis, trans y no binarias, la exclusión es casi total: entre ocho y nueve de cada diez no acceden al empleo formal, seis de cada diez no lograron una entrevista laboral luego de transicionar, y alrededor de siete de cada diez reportan discriminación en espacios educativos o de trabajo.
Frente a esta realidad, la pregunta “¿dónde están las juventudes?” desarma el viejo estereotipo del “ni-ni”. Lejos de no hacer nada, la mayoría transita una hiperactividad fragmentada: changas, cuidados, estudios que van y vienen, activismos, trabajos con alta rotación, búsquedas permanentes de estabilidad afectiva y material. No falta actividad: falta reconocimiento y condiciones dignas.
La encuesta de Zuban Córdoba confirma que tampoco falta interés político: más de seis de cada diez jóvenes dicen que la política les interesa. Lo que sobra, en cambio, es malestar. Siete de cada diez aseguran que la política les genera emociones negativas. Y aunque la democracia conserva un fuerte apoyo —tres cuartas partes la prefieren a cualquier forma autoritaria—, la mayoría siente que las instituciones no los representan ni los escuchan.
El emergente es que para las juventudes la mayoría de las instituciones y actores goza de poca aceptación, incluyendo a espacios que en otros momentos habían logrado construir una fuerte identificación juvenil, esta desafección no equivale a una adhesión masiva a ideas conservadoras: la mayoría ve con buenos ojos la intervención estatal y considera que el Estado debe actuar en favor de las y los más vulnerables.
En contraste, la mirada sobre los partidos políticos es abrumadoramente crítica. Amplias mayorías juveniles acuerdan con que los partidos solo buscan sus propios intereses, que los representan cada vez menos y que no se preocupan por lo que piensa gente como ellas y ellos.
Al mismo tiempo, reconocen que sin partidos no puede haber democracia, lo que deja planteada una tensión muy clara: una democracia valorada, pero mediaciones políticas que aparecen como distantes, autocentradas y poco cercanas para las experiencias juveniles.
Más que apatía, lo que existe es una falta de espacios de encuentro y de propuestas de participación que estén a la altura de las trayectorias reales de las juventudes. No hay apatía: hay instituciones que no alojan. Es urgente escuchar activamente ese malestar.
Desde Fundación SES creemos que esta tensión no se resuelve culpabilizando a las juventudes, sino reconociendo que hay una deuda de cuidado democrático con ellas. Acompañar trayectorias juveniles hoy es reconstruir el futuro: devolver soberanía del tiempo, garantizar infraestructuras públicas de cuidado, abrir oportunidades de formación y trabajo con derechos, y construir instituciones que no exijan adhesión abstracta, sino que alojen biografías concretas.
En un momento donde la representación parece vacante, invertir en infraestructura del cuidado juvenil es también fortalecer la democracia desde abajo. Es demostrar, en la práctica, que la política puede volver a ser un espacio donde las juventudes respiren, descansen y proyecten un futuro vivible.
*La autora pertenece a la Fundación SES