Daniel


Nos unió la comida. Para ser más precisa, la cochinita pibil.

Fue hace muchos años. Mi amiga María Zago me llevó a una reunión en casa de Kevin Johansen. La gente estaba dispersa en el salón, en la cocina. En uno de los grupos, en cuanto supieron que yo era una periodista mexicana, me preguntaron por la comida de mi país. Hablé de tortillas, chiles, mole, lo de siempre. Entonces se acercó un señor con lentes y cabello casi completamente blanco, igual que su barba.

-Mi favorita es la cochinita pibil, acá en Buenos Aires nadie la prepara.

Se presentó. «Daniel Divinsky», dijo. «Mucho gusto», le respondí y enseguida le ofrecí cocinarle mi cochinita pibil. Organizamos otra cena con otros músicos.

Fue el inicio de una gran amistad.

Yo no sabía que era un legendario editor ni un personaje tan importante en la cultura argentina. No nos interesaba pasarnos el currículum. Al principio, para mí solo se trataba de un nuevo amigo con el que me unía el interés por la comida. Mi amiguito gourmet, lo bauticé. Sin querer queriendo armamos una pandilla con los Johansen y el Zurdito Roizner. Poco tiempo después llegó su amada Lili, que se disputaba los chistes judíos con el Zurdito. Comíamos, brindábamos, reíamos. Sobre todo eso: reíamos. Esos ratos no le podíamos pedir mucho más a la vida.

Un Año Nuevo, Daniel me invitó a festejar en el restaurante del Museo Evita –uno de sus lugares favoritos- con algunos de sus amigos. Lo que no me dijo es que iba a estar Quino. Es uno de los tantos momentos mágicos que le debo. Ahí también conocí a Carlos Ulanovsky, otro ser tan querido como admirado, y a otra bella Lili. La pandilla crecía. Esa noche comprobé que, gracias a su exilio en Venezuela, Daniel era un excelso bailarín de salsa, como me había dicho.

Daniel tenía un envidiable espíritu juvenil que se reflejaba en sus ganas de vivir, su sentido del humor, su agitada agenda social –presentaciones de libros, salidas al teatro, conciertos, cenas, fiestas, homenajes y premios propios y ajenos-, sus espléndidos cumpleaños, su afición a los viajes. Siempre tenía por lo menos un destino organizado. De la feria del libro en Frankfurt podía pasar a una isla italiana, al Caribe o a Brasil. Su curiosidad era perenne.

Me costaba trabajo entender de dónde sacaba tanto tiempo y energía porque jamás dejaba de leer, de saber cuáles eran los libros de moda, las autoras más vendidas, la mejor literatura.

Escucharlo era un placer. Con su voz bajita contaba anécdotas de escritores e ilustradores, de La Flor, de las ferias literarias que había recorrido en todo el mundo, de la historia política de Argentina. Nunca dejaba de impresionarme la cantidad de gente que conocía y los recuerdos que conservaba. Era una memoria viva de la cultura latinoamericana. Solíamos animarlo a que escribiera su autobiografía pero no tuvimos éxito.

Daniel era un caballero sin ápice de solemnidad. Se preocupaba por los otros. Nos reíamos a carcajadas, en particular cuando recordábamos una reunión navideña que organicé en mi casa y en la que, por una confusión de términos mexicanos y argentinos, él y Lili llevaron bebidas, postre y hasta la comida: una pavita que acepté previamente pensando que sólo se trataba de un poco de fiambre. Con eso y lo que yo había preparado, tuvimos una inolvidable y pantagruélica cena. Siempre quedará el recuerdo de las tortas ahogadas que comimos en Guadalajara, las carnes que disfrutamos en Mendoza y la buena comida japonesa que buscábamos en Buenos Aires.

Nos escuchábamos y nos apapachábamos. Una vez, por una situación personal compleja que él atravesaba, le pregunté cómo hacía para no agobiarse.

-Soy feliz por decisión propia, nadie me puede quitar eso-, me dijo.

Fue una lección de vida. Mucha de su felicidad, decía siempre, se la debía a Lili. Daba gusto verlos y estar con ellos. Su boda fue una de las mejores y más emocionantes noticias, un motivo más para celebrar la vida compartida y, por supuesto, el amor.

Daniel era generoso. Sabía que podía contar con él. Era un buen confidente porque escuchaba con atención, desdramatizaba y ofrecía el consuelo justo. Podía llorar con él. Hoy lloro por él.

Escribo estos recuerdos desordenados apenas me enteré de su muerte. Desde mi ventana veo la lluvia incesante y me dan ganas de escribir que Buenos Aires también llora por Daniel, pero me limpio una lágrima y sonrío porque sé que este enormísimo editor eliminaría esa línea. No permitiría el lugar común. Tampoco la hipérbole.

Adiós, amigo querido, gracias eternas por tu compañía y tu cariño. Fue un gran privilegio haberte conocido. La cochinita pibil siempre será en tu honor.



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