Se legitimó el accionar represivo contra jubilados


No importa cuando leas esto. El miércoles reprimen en el Congreso. Las imágenes que muestran a policías golpeando a jubilados y jubiladas se han hecho habituales, cotidianas. No sorprenden. No generan conmoción. ¿Qué pasó? Se logró representar a los manifestantes como violentos y al accionar policial como reacción a esa violencia. Así, se legitimaron las practicas policiales.

El camino fue lento y empezó hace tiempo; ahora, llegó al punto máximo. Primero, instauraron discursos públicos que definen al otro como violento; luego, se realizaron modificaciones a las normativas que regulan el accionar de las fuerzas. Resultado: se ampliaron los márgenes de intervención bajo el amparo legal y simbólico, se legitimó el accionar represivo.

El ojo funebrero

“Había visto en la tele que en varios miércoles como reprimían a los jubilados y otra de las razones que me impulsó a ir fue la jubilación de mi viejo”. A partir de un trabajo de El Mapa de la Policía se pudo conocer por estos días quién fue el agente responsable de herir en un ojo a Jonathan Navarro el pasado 12 de octubre. Ese mismo día, un gendarme realizaba un disparo con un lanzallamas que impactó en la cabeza del periodista gráfico Pablo Grillo causándole heridas graves de las que, luego de múltiples intervenciones quirúrgicas, sigue intentando recuperarse.

Aquel miércoles, Jonathan, como muchos otros hinchas de fútbol, había asistido a acompañar el reclamo de jubilados luego de varios miércoles en los que la represión había escalado. “Fui con la camiseta porque soy un fanático de Chacarita, pero no pertenezco ni una barra brava; pueden investigar lo que quieran”.

La idea de que las protestas están “politizadas” como argumento deslegitimador de reclamos dirigidos hacia el gobierno, en este caso, no fue suficiente. A la ya recurrente forma de caracterizar a los manifestantes: “militantes”, “choriplaneros”, “zurdos”, “kirchneristas” y a los motivos que los impulsan: “defensa de curros” y “privilegios”, ahora parecieran sumarse otros elementos. Desde la mirada del gobierno, las personas que salen a las calles son presentadas como “violentas”, “golpistas”, “sediciosas”, “hijas de puta”, “barras bravas”, “genocidas fiscales” y se asocia a sus demandas a intenciones “desestabilizadoras”.

Los discursos violentos contribuyen a construir legitimidades para prácticas violentas. No existe una relación mecánica ni determinista, sino lo que puede denominarse un enlazamiento entre discursos y acciones. Un ejemplo contemporáneo son los discursos públicos que animalizan o deshumanizan al adversario político -al llamarlos “mandriles” o “ratas”- favoreciendo la legitimación de la violencia contra ellos.

La deshumanización aparece como dispositivo para legitimar violencias políticas, policiales o sociales. La deshumanización refiere a un proceso social y psicológico en el que se percibe a otros individuos o grupos como si fueran menos humanos o no humanos, lo que facilita la justificación de daño o violencia hacia ellos. En términos más sencillos, es ver a otros como objetos o animales, negándoles su dignidad y características humanas, la legitimidad de la violencia funciona en los procesos de deshumanización de la alteridad.

Crueldad y deshumanización van de la mano. Sobre ese otro no humano es legítima la violencia porque no comparte nada conmigo. Se puede ser cruel con lo no humano La humanidad genera ideas de empatía y la crueldad supone el fin de la empatía y la legitimación de la violencia.

De la mano del corrimiento de los límites que separan a un ser humano, sujeto de derechos, hacia la deshumanización, necesariamente debe ir acompañado de modificaciones en el marco normativo que adecúen esta nueva racionalidad, ampliando los márgenes de acción de las fuerzas.

La doctrina Chocobar

Existe una tensión entre legitimidades sociales y marcos legales. El caso del policía Chocobar en Argentina muestra cómo ciertos actores políticos promovieron una legitimación mediática y social de su accionar, a pesar de que fue sancionado institucionalmente por violar protocolos de uso racional de la fuerza.

Desde diciembre de 2023, se ha desplegado un nuevo marco normativo que reconfigura las condiciones de intervención de las fuerzas de seguridad a nivel nacional. A través de la creación del Comando Unificado Federal, se reorganizó la respuesta estatal frente a situaciones consideradas de “emergencia en el orden público”, habilitando la centralización operativa del accionar represivo y otorgando amplias facultades de actuación en territorios urbanos.

Este nuevo Comando está integrado por “la Secretaría de Seguridad, y la Dirección Nacional de Inteligencia Criminal del Ministerio de Seguridad; la Policía Federal Argentina, la Gendarmería Nacional Argentina, la Prefectura Naval Argentina, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, el Servicio Penitenciario Federal y por los representantes que eventualmente se designen, de los Ministerios con competencia en la materia y de los cuerpos policiales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de las provincias que adhieran”.

Esta medida se presentó como necesaria para garantizar el orden, pero en la práctica amplifica el margen de discrecionalidad estatal en contextos de protesta. A este andamiaje institucional se sumaron modificaciones en los protocolos de actuación. La Resolución 125/2024 redefinió formalmente el uso de la fuerza por parte de agentes federales.

Si bien dicha normativa enfatiza la proporcionalidad y el agotamiento de vías no violentas, la lógica general continúa priorizando la capacidad de respuesta rápida y eficaz frente a situaciones de movilización social. El riesgo no reside solamente en lo que el protocolo autoriza explícitamente, sino en el modo en que este se inscribe en un clima político en el que, desde el discurso oficial, se naturaliza la intervención represiva como modo legítimo de gestionar el conflicto.

La incorporación de mecanismos de vigilancia preventiva -como el ciberpatrullaje autorizado por resolución ministerial- y la creación de nuevas unidades con facultades ampliadas, refuerzan un modelo de seguridad centrado en la anticipación y el control, muchas veces por fuera de los marcos de supervisión judicial. De ese modo, se habilita una legitimidad represiva que no necesita declarar el estado de excepción para operar como tal.

La combinación de discursos deshumanizantes, que convierten a quienes protestan en enemigos o “salvajes”, con dispositivos normativos que expanden el uso de la fuerza y debilitan las garantías, configura un escenario profundamente regresivo para el ejercicio de los derechos. La violencia estatal deja entonces de ser una anomalía y se vuelve parte del repertorio regular de gobierno.

Tiren a los ojos

“Si yo me tapo este ojo no veo a quienes están acá”. Según pericias forenses, Jonathan perdió e 42% de la visión en su ojo izquierdo. Pero afirma que “este ojo lo tengo inútil, veo todo nublado”. En una nota que brindó hace unos días en un programa de radio, Jonathan sostiene que “se ve que quiere pegar en la cara porque primero recibo un impacto acá (en el hombro) y después recibo otro destello al lado del ojo”.

La represión estatal constituye un ámbito donde el enlazamiento entre discursos violentos y prácticas violentas se hace evidente. Ejemplo de ello son los casos de trauma ocular en protestas sociales, como ocurrió en Chile en 2019 con más de 3.800 personas heridas en los ojos. Según un informe publicado en 2020 las lesiones fueron ocasionadas por el uso de proyectiles de impacto cinético pensados para incapacitar a las personas ocasionando dolor y/o lesiones subletales.

En Argentina, en el marco de la represión a las protestas en contra de la reforma constitucional de la provincia de Jujuy a mediados de 2023, también se registraron casos similares. Al menos 4 personas perdieron la vista por impacto de proyectiles de este tipo.

Agustín Laje, considerado por muchos analistas como “artífice del odio”, ha ido más allá del relato simbólico: exigió directamente a la policía que la próxima vez apunten bien. En un video que se hizo viral días después de la movilización del 12 de marzo, dirigiéndose explícitamente a los agentes, expresó:

«Queridos policías, gracias por reprimir a estos salvajes (…) La próxima vez que un policía tenga una bala de goma o gas lacrimógeno, por favor apunten bien (…) los argentinos de bien vamos a estar aplaudiéndolos».

No solo contra jubilados

Estas palabras no constituyen un exabrupto aislado ni una mera exageración retórica; representan un llamado concreto a la violencia selectiva al legitimar el accionar sobre los no humanos, los salvajes. Al invitar a las fuerzas de seguridad a apuntar con precisión, Laje legitima abatir cuerpos de manifestantes, focalizando zonas sensibles como los ojos, en nombre de un castigo ejemplar.

Discursos como el de Laje, no sólo avalan el uso de la fuerza, instan a calibrarla. La legitimidad de la violencia no se construye solamente con palazos, sino también con palabras. Palabras que animalizan, que polarizan, que deslegitiman al otro como interlocutor político y lo convierten en enemigo. Palabras que circulan desde los medios y las voces oficiales, preparando el terreno para que la violencia física parezca una respuesta razonable.

La visión perdida de Jonathan y las graves heridas de Pablo Grillo se convierten en símbolo de lo que se busca imponer: la obediencia visual, la ceguera política, la clausura del disenso. Nombrar esta violencia, visibilizar sus tramas discursivas y corporales, es una tarea urgente. Porque si dejamos de mirar, si dejamos de ver, la legitimidad ya no estará en disputa: será de quienes disparan.



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