Migración


Hace millones de años, los primeros seres humanos que habitaban África decidieron que era momento de caminar más allá del lugar que ocupaban junto con sus tribus. Quizá escapaban de cambios climáticos bruscos o buscaban árboles con frutas, ríos para beber agua o animales que pudieran cazar. O quizá fue solo curiosidad.

Así empezó nuestra historia como especie migrante. De África, los seres humanos nos desplazamos por todo el planeta. Todavía no existían continentes, países, fronteras, pasaportes, visas, pasajes, requisitos legales. Pero con el paso de los siglos los procesos migratorios se transformaron hasta convertirse en el pretexto para que la derecha criminalice a las personas migrantes, las persiga y viole sus Derechos Humanos. Estados Unidos, un país construido a fuerza del trabajo de esclavos y migrantes, es el mejor ejemplo. Argentina, un país que era conocido por sus bondadosas políticas migratorias, va en ese deplorable camino.

La estrategia de perseguir y discriminar a las personas migrantes, sobre todo a los de países «no desarrollados», no es nueva pero hoy está en auge. Políticos como Trump y Milei (en especial su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich) promueven el clasismo, la xenofobia, la discriminación, la aporofobia, el racismo, la crueldad. La inhumanidad. En América y Europa la (ultra)derecha acusa a los migrantes de «la inseguridad», de traficar drogas, de «aprovecharse» de los servicios médicos y educativos. Una de sus teorías conspiracionistas favoritas es que los migrantes representan el siniestro plan de «reemplazo poblacional» que pondrá fin a la cultura occidental.

Las personas migrantes, por supuesto, no somos nada de lo que nos acusan. Los más afortunados, los que cambiamos de país de manera voluntaria, lo hacemos por motivos personales o profesionales. Equipaje y sueños en mano, partimos y diseñamos nuevos proyectos de vida en culturas que no nos son propias. Marchamos en búsqueda de un futuro mejor y nos acostumbramos a vivir con el corazón partido entre la añoranza de la tierra que dejamos y el cariño y la gratitud por la que nos acogió.

Sin importar la ciudad en la que nos encontremos, es muy probable que, si miramos a nuestro alrededor, descubramos a migrantes extranjeros. En Buenos Aires puede ser un ruso que abre un restaurante. Una cantautora mexicana que ofrece conciertos. Una italiana que da clases de su idioma. Un chef peruano que comparte sus platillos. Un empresario chino que abre tiendas de computación. Un venezolano que inaugura una cadena de peluquerías. Una científica chilena que colabora en investigaciones. Una brasileña que abre una librería. Personas nacidas en otros países abren lavanderías, supermercados y verdulerías; fundan empresas, trabajan en la construcción, en escuelas, en hospitales, en la venta ambulante. Luchan por los Derechos Humanos. Participan en la vida social y política del país.

También aportan (aportamos) culturas, idiomas, costumbres. Enriquecen las sociedades en las que se insertan. Las diversifican. Fomentan el intercambio de productos y servicios. Ayudan al desarrollo y crecimiento económico. Representan capital intelectual y capital humano. Generan empleos, invierten, pagan alquileres, servicios e impuestos directos e indirectos. Dinamizan la economía. Al usar los servicios bancarios, ayudan a sostener el sistema financiero. Ejercen derechos, cumplen obligaciones.

Y, sobre todo, forjan lazos de hermandad entre los países de origen y de destino.

Un ejemplo del aporte fundamental de los migrantes es la gastronomía porque lo primero que llevamos en nuestro equipaje físico o simbólico es nuestra cultura culinaria. La pizza sería inimaginable sin el jitomate mexicano. La tortilla de patatas no existiría sin la papa andina. El mole mexicano no tendría sentido sin las especias árabes. El chocolate, el estofado de carne con papas, el ceviche y la paella no hubieran sido posibles sin las migraciones de millones de personas que, a lo largo de la historia, al emprender nuevos caminos, llevaron consigo los productos y la comida de su tierra. Sus sabores y sus saberes.

El ingrediente principal suele ser la nostalgia. Luego, si regresamos a nuestros países natales, llevamos con nosotros los conocimientos culinarios adquiridos en el lugar en el que fuimos migrantes. Camino de ida y vuelta, un intercambio constante que ha enriquecido la gastronomía a nivel global. Miremos ahora una Buenos Aires colmada de tequeños, arepas y harinas de maíz gracias a la masiva migración venezolana de la última década.

Más al norte, la esclavitud también dejó su huella en la comida. Los africanos crearon en Estados Unidos la soul food, la comida del alma que preparaban con los restos que no consumían los amos como algunas carnes, arroz, maíz, frijoles, gombó y especias. Es una cocina con un sentido de colectividad, de hogar, de sentimientos. Hoy sigue siendo una de las gastronomías más apetitosas (y con más historia) de ese país. 

Por múltiples distorsiones y prejuicios, el concepto “migrante” no suele estar asociado a la idea de “éxito”.

Pero es un error.

En los deportes, los negocios, el arte y la ciencia de la mayoría de las naciones, es muy fácil identificar a personas que aportaron su talento, formación, recursos y conocimientos al país que eligieron como destino (hola, Messi). Y al que le guardan afecto y gratitud. Sin embargo, persiste y se fortalece un discurso que intenta relacionarnos con criminales. Políticos proponen cerrar fronteras, construir muros, negar ingresos de extranjeros de determinadas nacionalidades, impedir u obstaculizar su regularización o expulsar a los que ya están en el territorio. Se nos considera “peligrosos”. Hay que tenernos “miedo”.

Esta percepción no tiene ningún asidero. Por eso tenemos que seguir explicando, claro y fuerte, que ninguna persona es ilegal, que migrar no es un delito. Migrar es un derecho.



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