de la cosechadora nacional al país roto


Soy hijo y nieto de productores agropecuarios. Mi familia tuvo campo hasta que en la década de 1990 la convertibilidad y el crédito imposible nos empujaron a vender y a seguir como contratistas. Esa historia no es solo mía, es la historia de más de 100 mil productores en todo el país.

Cuando era chico, mi viejo tuvo todas las líneas de cosechadoras Bernardín. Era su orgullo. Hoy no vemos más cosechadoras nacionales en el campo. La caída de la industria nacional de maquinaria agrícola fue paralela a la desaparición de los pequeños y medianos productores.

Argentina fue pionera. En Sunchales, Santa Fe, el ingeniero Alfredo Rotania fabricó la primera cosechadora autopropulsada del mundo. Ese fue el puntapié para que aparezcan fábricas a lo largo de Santa Fe y Córdoba, donde surgieron cuatro nombres que identificaban a la producción nacional y hoy nos dan nostalgia a los que tenemos más de 45 años: Daniele, Senor, Bernardín y Vassalli.

La industria crecía acompañando a un campo poblado por miles de productores chicos y medianos que compraban máquinas nacionales, financiadas a largo plazo, reparables en cualquier taller del pueblo y con repuestos hechos en el país, que generaban producción, empleo y arraigo.

El apellido Senor resume la historia de un pueblo y el desarrollo de toda una industria. Juan y Emilio Senor, dos hermanos hijos de inmigrantes italianos, llegaron a San Vicente, Santa Fe, y en 1920 pasaron de ser herreros, reparadores de sulkys y rejas de arado, y creadores de una cinta transportadora patentada que facilitaba el trabajo del trigo, a construir la primera cosechadora de Sudamérica. En 1964 la fábrica producía más de 600 unidades por año y daba empleo a 300 familias.

En Tandil, Danilo Senor, ya jubilado, mantiene vivo el apellido con un negocio de repuestos agrícolas. Una forma silenciosa pero digna de resistencia, aunque el país industrial que los acompañaba ya no exista.

Otra de las marcas que iniciaron esta industria argentina fue Bernardín, fundada en 1925. Los productores de Tandil, Rauch y Tres Arroyos compraban esas máquinas por su simpleza, su tamaño acorde a su producción y su financiación. Mi familia tuvo todas: la Bernardín M17, M19, M20, M21, M23. Todavía hoy, cuando veo alguna abandonada en un monte de un campo, paro, me bajo y la miro con nostalgia. La apertura importadora de la década de 1990, donde entraron cosechadoras extranjeras, subsidiadas y financiadas por bancos internacionales, relegaron a nuestras Bernardin que, sin crédito ni protección, quedaron fuera de competencia.

La única marca de cosechadoras nacionales que todavía sigue en pie es Vassalli. Aunque pudo resistir al modelo económico de apertura indiscriminada, dólar atrasado y crédito caro, Vassalli sobrevivió a base de esfuerzos, tomas obreras y promesas de rescate que nunca llegaron del todo.

Dos períodos económicos marcaron el retroceso: el de Martínez de Hoz y el de Menem. Ambos aplicaron recetas parecidas, apertura de importaciones, desregulación y endeudamiento.

La historia de las cosechadoras nacionales se rompió en el mismo momento que se rompió el país productivo. La apertura de importaciones sepultó a las fábricas argentinas y, con ellas, a miles de pequeños productores.

Con la convertibilidad, las cosechadoras extranjeras entraron a precio vil. Las máquinas importadas, más grandes y dolarizadas, desplazaron a las nacionales, pensadas para campos de 100 o 200 hectáreas. Los productores chicos, que antes compraban máquinas nacionales a tres o cuatro campañas, desaparecieron, y con ellos se fueron las fábricas.

Entre 1991 y 2001 desapareció el 40 % de las empresas metalmecánicas del sector. En el mismo período, el 30 % de los pequeños productores debió vender o alquilar sus tierras.

Durante la década de 1990 mi familia pasó de tener campo propio a alquilar y hacer servicios. Lo mismo que los Senor, los Bernardín, los Daniele. Los que habían sido protagonistas del desarrollo nacional, terminaron resistiendo, sin entender lo que pasaba, como si les hubiesen dado un golpe de nocaut.

Fue un mismo proceso de concentración económica en el campo y desindustrialización nacional. Los que antes compraban cosechadoras Bernardín o Senor fueron reemplazados por grandes contratistas que compraban máquinas importadas. Donde había talleres y tornerías, quedaron galpones vacíos y operarios formados en los talleres de Senor, Bernardín o Vassalli se fueron jubilando o migraron a otros rubros.

Hoy el mercado argentino de cosechadoras está dominado por multinacionales: John Deere, Case, New Holland, etcétera.

La historia de las cosechadoras nacionales no merece quedar en el lugar de la simple nostalgia, es más bien una advertencia: cada vez que la Argentina abrió sus importaciones sin cuidar su industria perdió soberanía, oficios y arraigo. Donde había fábricas, hoy hay bancos. Donde había productores, hoy hay fondos de inversión.



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